lunes, 28 de mayo de 2012

Un rollo más o menos.

 ¿Frases hechas?

En principio, después de escuchar ciertos comentarios y de leer algunas cosas, me pregunté ingenuamente antes de escribir esto porqué o cómo podía ser que diera la casualidad de que al hablar, la gente coincida de manera impresionante en las frases que usa. Pero de casualidad y coincidencia, nada.
A mí me llamaron la atención unos latiguillos a los que se recurre y que, me parece, en su relación pragmática con la realidad a la que refieren, hay oculta una visión del mundo. Es decir, cuando alguien me dice: "la letra con sangre entra", yo puedo sospechar algunas cosas de quien recurre a un refrán así para referirse, supongamos, a la educación media; como que quizá no pueda resultar ser una persona que apueste a la pedagogía, o a la crítica. Probablemente el caso de los refranes es demasiado extremo, porque de cierta forma están universalizados, no tienen todo el color y toda la significación que implica decir algo como "mirá esos villeros". En inglés o en francés, vamos a poder encontrar un equivalente en el refrán. Las frases de las que quiero hablar, en cambio, para mí dicen mucho de una sociedad particular, de un pensamiento legitimado.
A mí me cuesta mucho generalmente discutir cosas como ésas, porque la verdad son cuestiones que rebalsan el ámbito de los argumentos razonables o lógicos. O sea, sin decir que sólo opino cuando todo el asunto es capaz de resolverse mediante algún intercambio de silogismos, cuando un tema es para mí lo suficientemente polémico en un sentido ético como para discutirlo, callo. Por eso prefiero escribir ahora. No es que sea así con todo, pero me asusta la sensibilidad que se despierta en quienes ven discutidas sus ideas de, por ejemplo, dignidad. Con esa última palabrita entra perfectamente a colación una de esas frases comunes de las que quiero hablar: "el trabajo es diginidad".
Es una frase bastante común de escuchar. A priori, qué persona que trabaje no puede sentir cierta tranquilidad de escuchar algo así. "Mirá, yo laburo, soy una persona digna"; "Me rompí el culo durante veinte años, pero mirá dónde estoy ahora". Frases dignas, si desestimamos que lo de romperse el culo no sea dicho por una trabajadora sexual. Porque ahí cambia el asunto; ahí, para esos que dicen "el trabajo es dignidad" no resulta ni un gramo de digno. Qué raro, ¿no? Si nos parece digno trabajar en un campo fumigado que prostituye los pulmones, si es digno trabajar en salinas que prostituyen las manos y la piel, y la vida toda, ¿por qué prostituir el sexo no es digno? Pero no me voy a ir por las ramas. Como decía, la frase "el trabajo es dignidad" está anclada en una idea muy clara de la vida a la que todos estamos bastante acostumbrados. Y claro que a mí me pasaba lo mismo. Un día, estando con alguna amiga, y mientras hablábamos de los peores trabajos del mundo, hicimos como un inventario que me dio que pensar. La cosa era en broma, por supuesto, y distaba de ser un debate filosófico o un recuento antropológico. El que viste cuerpos en las funerarias, el que destapa las alcantarillas, el que limpia los baños químicos. Pasando las risas, sobre toda la broma la conclusión caía en la frase de que el trabajo dignifica. ¿Pero dignificaba realmente? ¿Dignificaba salir más de diez horas de tu casa con tu cortadora de césped buscando a alguien con algunos pesos que necesite tu trabajo? ¿Dignificaba ir encorvándote cada día más mientras cargabas cajas de productos de supermercados para reponer en las góndolas? Cómo podía ser que la dignidad venga de la mano de cosas tan feas y tan dolorosas. Mi mamá siempre nos tranquilizó en ese aspecto: cuando hablaba de la mujer que iba a limpiar a casa, ella decía al final que, a pesar de tener que caminar, de tener que ir de una casa a otra, de no tener tanto tiempo para cuidar de su hijo, esa mujer estaba demostrando su integridad. Y se me ocurrió preguntarme qué había detrás de eso de la integridad, totalmente relacionado con que "el trabajo dignifica". Y en esa frase y en esa palabra encontré conformismo. Y consuelo. Encontré que, según esta cosmovisión, la dignidad se paga, en algún momento, con pasarla mal cuando empezás a trabajar, con ser pisoteado por tus supervisores, con ganar una cantidad miserable de dinero. También que la idea de dignidad está ligada a una idea material y económica de progreso, porque todo eso, si es soportado, ayuda a avanzar en el trabajo y en consecuencia a cobrar más, a ser más respetado por tus compañeros, a poder comprarte el televisor. Si uno olvida lo mal que lo pasa limpiando el excremento ajeno, quizá pueda conseguir que en un tiempo lo asignen a limpiar los hongos de los pisos, y después las pelusas de los rincones, hasta ser el supervisor de un nuevo limpiador de excremento. Y ahí, cuando supervisás al que limpia el excremento, habiendo ya comprado la idea de que el trabajo dignifica y que la quietud, la sumisión y la perseverancia en la resignación se premian en algún momento, te olvidás de lo feo que era tener que agacharte a limpiar la mierda del tipo que te paga diez pesos la hora, y en negro. "Todo llega", dirá alguien finalmente, subrayando que la mansedumbre se premia tarde o temprano.
Entonces, disculpándome primero por la utilización de ejemplos algo exagerados, empecé a pensar en que es, dicho sea de paso, digno de sospecha el decir que es digno trabajar mal. Y me pregunto si la dignidad no debería ser dada por, en cambio, el reconocimiento de la humanidad del que trabaja. No quiero juzgar ferozmente a los conformistas, porque también son víctimas de sus propias visiones del mundo, pero me gustaría plantear que quizá lo digno no viene de aceptarlo todo como nos lo dan, quizá lo digno es cuestionarlo, o al menos dudarlo.
Dejo aparte la crítica a quienes mantienen el equilibrio perfecto que hace que frases como "el trabajo dignifica" y "todo llega" funcionen de manera armónica entre la gente, a quienes recompensan el conformismo a tiempo para evitar objeciones; y hago esto porque me parece importante que pensemos nosotros, los herederos de estas frases y los que las estamos manteniendo con vida, sobre nuestra responsabilidad, por qué decimos lo que decimos, y qué implica todo eso.

miércoles, 28 de marzo de 2012

La revolución no será televisada

de Gil Scott-Heron


No podrás quedarte en casa, colega.
No podrás encender, conectar y evadirte.
No podrás perderte con el jaco y salir,
salir a por una cerveza durante los anuncios,
porque la revolución no será televisada.

La revolución no será televisada.
La revolución no será patrocinada por Xerox
en cuatro partes sin interrupciones publicitarias.
La revolución no te mostrará fotografías de Nixon
tocando una corneta ni llevando a John Mitchell,
el general Abrams y Spiro Agnew a comer
tripas de cerdo confiscadas de un santuario de Harlem.

La revolución no será televisada.
La revolución no te la traerá el programa de cine de la tele
ni será protagonizada por Natalie Woods y Steve McQueen ni Bullwinkle y Julia.
La revolución no logrará que tu boca sea sexi.
La revolución no te librará de tus granos.
La revolución no hará que parezcas tener cinco kilos menos,
porque la revolución no será televisada, colega.

No habrá ninguna foto contigo y Willie Mays
empujando aquel carrito de la compra calle bajo a toda pastilla
o intentando meter aquel caro televisor en una ambulancia robada.
La NBC no predecirá el ganador a las 8:32 ni el recuento de 29 distritos.
La revolución no será televisada.

No habrá imágenes de cerdos guardias derribando
a negros en la repetición instantánea.
No habrá imágenes de cerdos guardias derribando
a negros en la repetición instantánea.
No habrá imágenes de Whitney Young
huyendo de Harlem en un tren con un nuevo sistema.
No habrá ninguna película a cámara lenta ni ningún cuadro
de Roy Wilkens paseando por Watts
con un mono de faena de la liberación Rojo, Negro
o Verde que él había reservado
únicamente para la ocasión apropiada.

Las series de éxito de la televisión
no serán tan condenadamente importantes,
y a las mujeres no les importará si finalmente Dick se trabaja
a Jane en la telenovela porque la gente Negra
estará en la calle buscando un día más brillante.
La revolución no será televisada.

No habrá ningún momento estelar en las noticias de las nueve
ni imágenes de mujeres liberacionistas de brazos peludos
ni de Jackie Onassis sonándose la nariz.
La canción principal no será escrita por Jim Webb o Francis Scott Key,
ni cantada por Glen Campbell, Tom Jones, Johnny Cash,
Englebert Humperdink ni los Rare Earth.
La revolución no será televisada.

La revolución no saldrá exactamente después de una noticia
sobre un tornado blanco, un relámpago blanco o la gente blanca.
No tendrás que preocuparte por una paloma en tu dormitorio,
un tigre en la cisterna o un gigante en la taza del baño.
La revolución no irá mejor con Coca Cola.
La revolución no combatirá los gérmenes que causan el mal aliento.
La revolución te pondrá en el asiento del conductor.

La revolución no será televisada, no será televisada,
no será televisada, no será televisada.
La revolución no será una reposición, colegas;
la revolución será en vivo.

viernes, 1 de abril de 2011

Los justos

Hernán Casciari |

Los miércoles a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena norteamericana ABC emite una serie de televisión que me gusta. A esa misma hora un mexicano llamado Elías, dueño de un vivero en Veracruz, la está grabando directamente a su disco rígido, y tan pronto como acabe subirá el archivo a Internet, sin cobrar un centavo por la molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe que hay personas en otras partes del mundo que están esperando por verla. Lo hace con dedicación, del mismo modo que trasplanta las gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.


A las once de la noche de ese mismo miércoles, Erica, una violinista canadiense de venticuatro años que ama la música clásica, baja a su disco rígido la copia de Elías y desgraba uno a uno los diálogos para que los fanáticos sordomudos de la serie puedan disfrutarla; distribuye esos subtítulos en un foro tan rápido como puede. No cobra por ello ni le interesa el argumento: lo hace porque su hermano Paul nació sordo y es fanático de la serie, o quizás porque sabe que hay otra mucha gente sorda, además de su hermano, que no puede oír música y debe contentarse con ver la televisión.

A las 3:35 de la madrugada del jueves, hora venezolana, Javier baja en Caracas la serie que grabó Elías y el archivo de texto que redactó y sincronizó Erica. Javier podría ver el capítulo en idioma original, porque conoce el inglés a la perfección, pero antes necesita traducirlo: siente un placer extraño al descubrir nuevas etimologías, pero más que nada le place compartir aquello que le interesa. Para no perder tiempo, Javier divide el texto anglosajón en ocho bloques de tamaños parecidos, y distribuye por mail siete de ellos, quedándose con el primero.

Inmediatamente le llega el segundo bloque a Carlos y Juan Cruz, dos empleados nocturnos de un Blockbuster boneaerense que suelen matar el tiempo jugando al ajedrez, pero que ocupan los miércoles a la madrugada en traducir una parte de la serie, porque ambos estudian inglés para dejar de ser empleados nocturnos, y también porque no se pierden jamás un capítulo.

El tercer bloque de texto lo está esperando Charo, una ceramista de Alicante que está subyugada por la trama y necesita ver la serie con urgencia, sin esperar a que la televisión española la emita, tarde y mal doblada, cincuenta años después. El cuarto bloque lo recibe María Luz, una tipógrafa rubia y alta que trabaja, también de noche, en un matutino de Cuba: María Luz deja por un momento de diseñar la portada del diario y se pone rápidamente a traducir lo que le toca. Dice que lo hace para practicar el idioma, ya que desea instalarse en Miami.

El quinto bloque viaja por mail hasta el ordenador de Raquel y José Luis, una pareja andaluza que vive de lo poco que le deja una librería en el centro de Sevilla. Llevan casados más de venticinco años, no han tenido hijos, y hasta hace poco traducían sonetos de Yeats con el único objeto de poder leerlos juntos, ella en un idioma, él en otro. Ahora, que se han conectado a Internet, descubrieron que además de buena poesía existe también la buena televisión.

El sexto bloque le llega a Ricardo, en Cuzco: Ricardo es un homosexual solitario —y muchas noches deprimido— que traduce frenéticamente mientras hace dormir a su gato Ezequiel. El séptimo lo recibe Patrick, un inglés con cara de bueno que viajó a Costa Rica para perfeccionar su español, lo desvalijó una pandilla casi al bajar del avión pero igual se enamoró del país y se quedó a vivir allí. Y el octavo bloque le llega, al mismo tiempo que a todos, a Ashley, una chica sudafricana de madre uruguaya que es fanática de la serie porque le recuerda (y no se equivoca) a su libro favorito: La Isla del Tesoro.

Los ocho, que jamás se han visto las caras ni tienen más puntos en común que ser fanáticos de una serie de la televisión o de un idioma que no es el materno, traducen al castellano el bloque de texto que le corresponde a cada uno. Tardan aproximadamente dos horas en hacer su parte del trabajo, y dos horas más en discutir la exactitud de determinados pasajes de la traducción; después Javier, el primero, coordina la unificación y el envío a La Red. Ninguno de los ocho cobra dinero para hacer este trabajo semanal: para algunos es una buena forma de practicar inglés, para otros es una manera natural de compartir un gusto.

A esa misma hora Fabio, un adolescente a destiempo que vive en Rosario, a costas de sus padres a pesar de sus 23 años, encuentra por fin en el e-mule la traducción al castellano del texto. Con un programa incrusta los subtítulos al video original, desesperado por mirar el capítulo de la serie. A veces su madre lo interrumpe en mitad de la noche:
—¿Todavía estás ahí metido en Internet, Fabio? ¿Cuándo vas a hacer algo por los demás, o te pensás que todo empieza y termina en vos?
—Tenés razón mamá, ahora mismo apago —dice él, pero antes de irse a dormir coloca el archivo subtitulado en su carpeta de compartidos para que cualquiera, desde cualquier máquina, desde cualquier lugar del mundo, pueda bajarlo. Fabio jamás olvida ese detalle.

Los jueves suelo levantarme a las once de la mañana, casi a la misma hora en que Fabio, a quien no conozco, se ha ido a dormir en Rosario. Mientras me preparo el mate y reviso el correo, busco en Internet si ya está la versión original con subtítulos en español de mi serie preferida, que emitió ocho horas antes la cadena ABC en Estados Unidos. Siempre (nunca ha fallado) encuentro una versión flamante y me paso todo el resto de la mañana bajándola lentamente a mi disco rígido, para poder ver el capítulo en la tele después de almorzar. Mientras espero, escribo un cuento o un artículo para Orsai: lo hago porque me resulta placentero escribir, y porque quizás haya gente, en alguna parte, esperando que lo haga.

El artículo de este jueves habla de Internet. Dice, palabras más, palabras menos, algo que hace venticinco años dijo Borges mucho mejor que yo, en un poema maravilloso que se llama Los Justos:
“Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

El ceramista que premedita un color y una forma.

Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.

El que acaricia a un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.”

martes, 5 de octubre de 2010

Evita y el Che: morir joven y ser inmortal

Sin desperdicio,
de Pablo Feinmann.

Que la vida se termina no es la única de sus leyes. Tiene otras. Lo que hace grandes a los seres humanos es que conocen las más dolorosas y siguen adelante, pese a todo, con la certeza de la finitud y la sed de la inmortalidad. Cuando se es joven todo es posible. La vida no tiene límites. Por eso es posible jugársela a cara o cruz. Evita y el Che lo hicieron. A ella la mató el cáncer y muy posiblemente la quemó la militancia, un fuego que era demasiado para ese cuerpo frágil. Meter un volcán en una porcelana, a quién se le ocurre. Al Che lo mató su obstinación, ese arte de urdir la militancia con la aventura, el deseo de hacer la historia. También lo mató un sargento boliviano, asustado, en la escuelita de La Higuera, en medio de la nada, en un mediodía triste. Los dos murieron jóvenes. Morir joven es morir sin la aspereza de los años, sin que a uno se le arrugue la cara o las ideas, o la fidelidad a las primeras promesas. No hay más que ver los destinos que tuvieron los líderes que atravesaron la devastación de los años: Perón, Fidel. Envejecer tiene, entre otros, el costo de la decadencia. Los líderes políticos, envejeciendo, hacen política día tras día, y se opacan con los años los brillos unánimes de los orígenes. Todos (o casi todos) somos puros al comienzo. Pero, ¿quién no ha sentido que traicionó sus sueños jóvenes? O, al menos, no todos. Pero sí algunos y no desdeñables. Bien, el que muere joven muere sin contradicciones. Morir joven es morir sin dejar de ser, por falta de tiempo precisamente, lo que uno es. Evita y el Che fueron una sola cosa: fueron Evita y el Che, para la eternidad. Cuando se habla de los filósofos, de los grandes, siempre se habla de una primera etapa, de una segunda o una tercera. Nunca se sabe cuál es mejor. Tampoco es seguro ni cierto que los años entreguen sabiduría. A veces nos vuelven cobardes. Nos vuelven cínicos y nos reímos de lo que supimos ser. "Las cosas en que he creído, ¡me cache en dié, qué gil", dice Discépolo. Y también: “Somos la mueca de lo que soñamos ser”. Nunca le va a pasar esto a Evita, al Che, a James Dean, a Marilyn Monroe y a todos los que se fueron temprano. Se quemaron en el primero de sus fuegos, que suele ser el más bello, el más luminoso. Después los fuegos se van apagando y quedan las brasas, que dan calor pero no los brillos jubilosos de las elecciones primeras.

¿Se equivocó el Che en Bolivia? Ya no importa. Si me lo preguntan diré que sí, que se equivocó. Pero, ¿desde dónde lo dice uno? Desde la política, desde la estrategia de la guerra. Pero, si no hubiera ido a Bolivia, ¿sería el Che? ¿Sería ese tipo obstinado, corajudo, sufriente hasta la infinitud, fiel con los suyos pero cruel también, exigiéndoles llegar hasta los límites que él, entre ahogos, entre el asma y el patético ventolín, llegaba? Sus cumpas le decían: “No podemos hacer lo que tú haces. Tú eres el Che”. Él, en la intimidad, se confesaba: “Hasta a mí, a veces, me cuesta ser el Che”. Ella era la principal enemiga que Perón tuvo entre 1946 y 1952, sobre todo a partir del trajesastre. Cuando dejó el vestido Dior, se anudó el pelo en la nuca y salió a pelearla con los sindicatos y sus “grasitas”. José Espejo, el sindicalista, le daba el apoyo de los obreros organizados. Y los negros de este país, los negros que la oligarquía odiaba y odia, le dieron su corazón y su esperanza. Evita les sublevó a la negrada. Y si hay algo que no toleran las clases dominantes de la Argentina, los que tienen el poder, los que todavía lo tienen y se escudan en lo que siempre destruyeron, las instituciones, odian al tosco peronismo que nos tocó en suerte porque ahí están los negros, y porque Evita los quería, los tocaba, los olía. Y ésta es una cuestión de clase. No molesten más con Victoria: nunca va a tener la estatura de Evita una señora con abolengo y con campos que fue enemiga de la negrada durante el peronismo y furiosa macartista durante la Guerra Fría, razón por la que le dio una patada al pobre José Bianco que cometió el imperdonable error que la insustancial y pródiga agente cultural de las Barracas de San Isidro castigó: ir a Cuba, ver a Fidel y volver a “Sur”. No, mijito, si sos comunista a “sur” no volvés. Evita, en eso, era como ella: arbitraria, anticomunista también. Pero si Victoria veía un negro, estornudaba. Y Evita le daba un abrazo, le daba una casa, le daba comida y luego, sonriendo, le daba un consejo: “Votá por Perón”.

Evita, para la izquierda peronista de los setenta, fue el Che con polleras. Necesitábamos, los jóvenes de esos años de los que nunca me desdeciré, un ángel de fuego, una llamarada de pureza, un Che Guevara. Ahí estaba: era Evita. Se había muerto joven, se había muerto linda y hasta su último aliento le exigió a Perón que fuera más allá de sí mismo. Por eso, era su verdadera adversaria. “Tenés que matar al milico que hay en vos”. “Tenés que ser un líder revolucionario”. “Fusilalo a Menéndez. Ellos, si ganan, nos van a fusilar a nosotros”. Perón la respetaba, y hasta le temía. Le decía “Negrita”. Y a ella debía gustarle porque les decía “grasitas” a los suyos.

Evita y el Che tenían una diferencia importante, casi teórica. Guevara venía de una familia con linaje. Guevara Lynch, caramba. Cuando uno se llama así tiene el futuro a su espalda y ese futuro le señala y le hace más simple el otro: el que está adelante, el que espera. El Che traiciona a su clase. Descubre el hambre en los leprosarios. Le quita cualquier velo que pudiera enturbiarle los ojos la canallada de Guatemala, el ataque a Jacobo Arbenz. Y se encuentra con Fidel y se sube al Granma y escribe su destino, eligiéndose. Porque esta gente se elige: no la elige su clase, ni su medio, ni las cosas, infinitas, que le dicen en la escuela o le imponen sus familiares. Se eligen: se dan el Ser. Nadie se los impone. Evita, a diferencia del Che, no tenía nada atrás: era una bastarda. Tenía que inventarse por completo. El bastardo es la antítesis del hombre de poder. Por eso: ¿qué tiene que ver Evita con Victoria, que tenía todo detrás, linaje, dinero, profesoras francesas, idiomas? ¿Qué se rebeló contra eso? Fue la opulenta, lujosa rebelión de una niña traviesa. Evita, como Scarlett O’Hara, pasó hambre, comió tierra y, como Scarlett, habrá jurado contra un cielo rojo no comer, nunca más, tierra. Un bastardo se crea a sí mismo. Tiene que darse el Ser porque no es nada. Lo único que tenía era su cuerpo, su belleza de joven pueblerina. No bien lo vio a Magaldi dijo: “Es mío”. Y se fue de Junín. No bien lo vio a Perón dijo: “Es mío”. Estaban en la colecta para el terremoto de San Juan. Evita le dijo a una amiga: “Prestá atención: éste es el levante del siglo”. Y se lo levantó a Perón. Y llegó al poder. Y Perón (cuyo único y verdadero acto revolucionario fue casarse con ella) la llevó al Palco del Colón, para horror de Victoria y las suyas: ¿qué hacía esa actriz, esa prostituta en el lugar de las señoras del poder?

Yo cumplí con ellos: les dediqué horas de trabajo y quedaron en mí como personajes reales y como personajes de ficción. Con el Che hice una obra de teatro. Lo metí en la Escuelita de la Higuera y lo hice discutir sobre la violencia con un ficcional becario Guggenheim. A ella le escribí un guión de cine, que dirigió Desanzo y que una actriz hizo inolvidablemente. Ahora ella está en San Luis y me han dicho que, en algunos actos, pasan los fragmentos del film en que Eva dice sus discursos. Me divierte la cosa: porque esos discursos no son de Evita. Los escribí yo, casi por entero. Es extraña la realidad: la que aparece en la pantalla no es Evita, lo que dice nunca lo dijo pero igual la miran con fervor y le creen. Porque Evita puede más que todos nosotros.

¿Saben qué es morir joven? Ya lo dije, pero veamos otros aspectos. ¿Y si Evita hubiera engordado? ¿Y si el Che hubiera encanecido? ¿Si su vos se hubiera vuelto áspera, ronca, débil? ¿Si se hubiera muerto entre médicos y enfermeras y aparatos de quirófano? Pero no: ahí están. Están como lo que fueron. Y eso que fueron, nunca dejarán de serlo. La música y el milagro de arriesgar la vida por una causa, de rebelarse contra el poder, son las dos más grandes cumbres del ser humano. Chopin, Mendelsohn, Schubert, Mozart y Gershwin murieron antes de los cuarenta años. Como Ernesto Che Guevara. Como Eva Perón. Porque es cierto: los elegidos de los dioses mueren jóvenes. Dejan una marca y solamente esa marca, que tiene la pureza y la perfección y el misterio de lo absoluto

jueves, 29 de julio de 2010

Edvard Much acerca de su cuadro: El grito


Paseaba por un sendero con dos amigos - el sol se puso - de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio - sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad - mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza...

domingo, 23 de mayo de 2010

Fugacidad del presente

Llevándome la mano a la boca, en esa clase de gestos descuidados que hago para evadir una situación incómoda, tontamente, es decir; me doy cuenta de que tengo su perfume. Que mi mano ha robado de su pecho algo del perfume que rezuma. De pronto, entablo amistad con esa mano. Inmediatamente después de sentir ese aroma, me la llevo al bolsillo del saco, la cuido del suave olor a humedad del colectivo, de los enfrentonazos con el viento que corre esta noche, que se roba siempre todo. Me parece extraña la situación. Está su perfume, pero no su pecho. En un lapso de menos de quince minutos, su pecho se fue de mi mano. O yo me fui de su pecho. En todo caso, después de pensar, digo que será justo reconocer que el abandono fue mutuo. En ese bolsillo estará a salvo seguramente.

viernes, 30 de abril de 2010

Borrador de un primer ensayo sin fundamento: Sobre la memoria

Mi memoria trabaja, como la de cualquiera, con una autonomía innegable y hasta, a veces, arbitrariamente opuesta a los motivos que apoya rotundamente la razón propia.

Mis observaciones me han llevado a concluir o en realidad a creer casi con seguridad que mi memoria se maneja de manera particular. No son tanto los objetos y las personas – como entes conectores entre lo que soy/donde estoy ahora y lo que fui/donde estuve aquella vez, in abstractum -los que me recuerdan ciertas vivencias en las que tales tuvieron parte; sino divisiones complejas en etapas que la memoria en conjunto con su órgano de registro sensorio arma con una fidelidad bastante precisa y detalles que me persiguen, agrupados a lo largo de un año (que es lo que dura cada capítulo de nuestra vida, según las leyes del tiempo, por supuesto); los días con las ráfagas frías de principios de mayo, los árboles en una época invernal complicada y los diciembres lluviosos, nublados, húmedos y a las corridas constituyen algunos de los puntos álgidos de las partes de esa cinta de video que mi memoria pone a rodar cada año, con pequeñas o grandes modificaciones.

Piense lo que quiera, pero no es fácil descubrirla en su trampa. La memoria pretende hacernos creer que es como un reflejo que llega de más atrás, como el registro documental de ciertas partes de nuestras vidas. Por supuesto, acepta que se le atribuyan defectos y en eso está el decir de la mala memoria que tenés; pero defectos tenemos todos y el título de registro documental no puede sacársele.
Lo que la memoria, en su funcionamiento, no podrá jamás tener en cuenta es que la vida continúa después de aquello que va guardando.
Parece ser tarea de la memoria retrotraernos al pasado, y en realidad, en su grabación, edición y presentación de la película dividida en etapas, cuando efectivamente se rueda lo del año anterior, nosotros ya hemos pasado esa etapa.
Pero así como son innegables, como respuesta del organismo, los reflejos de nuestro cuerpo ante la recepción de material sensorial - como cuando soñamos, por ejemplo, que caemos al vacío, y nuestro cuerpo se estremece en todas sus posibilidades-, es innegable el espacio que pretende tener la memoria en nuestras reacciones.

La memoria maneja recursos que como cineastas nosotros jamás podríamos utilizar, puede apelar a cualquier desparpajo porque en uno de sus órganos retiene aquel recuerdo de dolor más fuerte.
Pone a rodar esa película, cientos de fotogramas por segundo, y por más que hayamos superado, si es que resulta válido usar esa palabra, la situación que procura revivir, somos incapaces de negar reacciones ante tales imágenes. Podemos sentir que estamos otra vez viviendo lo mismo y claro que nos asusta esa incapacidad de hacer nada. Creemos que el hecho no está superado, al menos psicológicamente.

¿El pasado nos persigue?

Después viene la aflicción de la impotencia. Si no fuera viejo lo que la memoria reconstruye, podríamos, quizá, hacer algo para pugnar lo que acongoja, podría yo ir a ver a quien me hace bien, podría sentarme a tomar algo para conversar sobre lo que puedo hacer. Es parte de asumirse uno mismo, y asumirse, con todos los sentimientos que traemos, nos hace bien por dentro.

Pero ahora que mi situación no es la misma, con quién voy a sentarme, qué puedo decirle para fundamentar que siento angustia por algo que ya pasé, si eso mismo no me ocupa ahora.
Ahora soy yo en otra situación y asumirme en esta situación es más difícil en cuanto mis sentimientos también incluyen aquellos que la memoria está trayéndome a colación por estos días.

Como dijimos, tan inseparables los reflejos de los sentidos como los recuerdos de los estados de ánimo.

Arte de la semana...(Quino)

Arte de la semana...(Quino)